sábado, 7 de julio de 2012

Cordura, señores

           
En esta España vidriosa y como enloquecida que nos hemos dado, donde las obligaciones se soslayan y los caprichitos de unos cuantos se subliman y elevan a categoría de derechos, el nivel de hipocresía y vaciamiento moral está alcanzando cotas realmente asombrosas; y las declaraciones vertidas en relación a las salvajes manifestaciones de los mineros o las adhesiones enconadas que estas cosechan son buena muestra de ello.

            En un retruécano torticero, el partido socialista, fautor y firmante del acuerdo que conlleva la progresiva eliminación de ayudas a la minería del carbón, se hace eco y altavoz de las revueltas y finge ahora defender lo que entonces contribuyó a demoler. Son también los sindicatos, ayer mudos y anuentes, quienes hogaño pintarrajean las pancartas y berrean, ladinos e hipócritas como pocos, soflamas ominosas que ayudan a incendiar las barricadas y a prender la mecha de esos fuegos que sobrevuelan la comarca. 
        Pero si esto es triste y vergonzoso, no menos triste es la actitud de otro sector de la sociedad que ansía remedar este insultante comportamiento.
            Son aquellos que enarbolan la bandera de la tolerancia y la libertad, quienes hacen de las calles sus cortijos y expulsan a los demás; son aquellos que atiborran su discurso de expresiones bonancibles y de anhelos de igualdad, quienes se yerguen, levantiscos y vocingleros, émulos de Esténtor, para berrear soflamas y expender insultos; son aquellos que veneran la integración y la solidaridad, quienes pretieren y denuestan a los que no piensan como ellos, quienes rechazan la caridad por tacharla de soberbia; son aquellos que proclaman un albedrío sin límites, quienes ansían uncir a otros los yugos que ellos fingen soportar, y son aquellos, por último, que reclaman una democracia justa, quienes obvian, y hasta justifican, el sinfín de atrocidades que se están cometiendo en esas revueltas. Y todo ello lo hacen sin rebozo alguno, convencidos de ostentar una autoridad moral que les concediere un mayor predicamento.
            Y es que el tumulto y la algarada, por cínicos que seamos o gravosa que pueda ser nuestra miopía, no puede consentirse jamás. Lo que muchos han dado en llamar estado policial no es sino el estado de derecho que tanto deseamos. Uno ha de defender sus derechos y razones con firmeza y convicción, pero siempre ha de hacerlo dentro de la ley, sin quebrar los de los que están en derredor.
            No disculpo las agresiones que algún miembro de la policía haya podido cometer, pero esta esquizofrenia interesada que permea a buena parte de la sociedad española terminará por devenir en tragedia.
            Cordura, señores. Y buen juicio.

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